*Mujeres luchadoras contra el sistema perverso. Inspiradoras para otras mujeres. *Mujeres que utilizan todas sus "armas", conocimientos, intuición para sobrevivir en un mundo dominado por los hombres. *Mujeres, a veces realmente malvadas, que en ocasiones producen sufrimiento, dolor y muerte.

La política #Teresa Rodríguez, la actriz #Clara Lago, la policía #Luisa Velasco y las periodistas #Ana Alfageme y #Alejandra Agudo han roto su silencio.

Ilustación: Alejandra Agudo

Un silencio que ahora gracias al movimiento #MeToo ha servido para dos cosas: sanar la vergüenza que sienten las mujeres cuando pasan por esta triste y desagradable experiencia pero sobre todo para sacar los colores al machismo. 

"La sociedad nos educa a nosotras a cuidarnos para no ser violadas o agredidas, pero no educa a los hombres a que se nos respete. La carga de la culpa cae sobre nosotras y esto dificulta que las mujeres puedan relatar lo sucedido no solo por el peso brutal de lo vivido sino por contarlo y enfrentarse a todo tipo de juicios de terceros”, sostiene Isabel Mastrodoménico, directora de la Agencia de Comunicación y Género y experta en Igualdad.

He aquí la experiencias de cinco mujeres que también se han sumado a decir #MeToo y que quieren poner así fin a esta lacra social.

#ALEJANDRA AGUDO, PERIODISTA


Era la una menos cinco de la madrugada de un sábado de verano de 1999. Talavera de la Reina, ciudad tranquila. Tenía 16 años y mis padres esperaban mi regreso a casa a la hora acordada después de pasar la noche con amigos.

"Llego bien", pensé mirando el reloj mientras subía la escalera que separaba el portal de la calle.

Solía ser puntual porque si me retrasaba, mi madre sufría pensando que algo malo me había sucedido. Al final, llegué tarde. Encendí la luz del portal, que entonces no era automática —esa la instalarían después, por seguridad— y cuando abrí el ascensor pude verle reflejado en el espejo, pero no me dio tiempo a reaccionar. Me agarró por la espalda y me tiró al suelo. Debía haber entrado detrás de mí antes de que se cerrara la pesada puerta de madera y cristal. ¡Maldita puerta!
Era alto y rubio. Aparentaba unos 20. Se abalanzó sobre mí y todo su peso me cayó encima. Me tocaba los pechos mientras jadeaba. Ni una palabra pronunció, solo emitía una asquerosa respiración excitada. Varias veces trató de bajarme los pantalones, que llevaba atados. Aquel día, a diferencia de mi atuendo habitual para los fines de semana, no me puse falda. Tampoco top de tirantes, lo sustituí por un cuello alto de licra bien ceñido. Muchas veces he pensado que, pese a lo traumático de la experiencia, tuve suerte. Con la tensión del momento, aquel bastardo no acertó a deshacer el doble nudo, ni consiguió romper la camiseta por más que tiraba de ella. Así que se tuvo que conformar con apretarme el coño y las tetas por encima de la ropa. También el culo, mientras con las rodillas me separaba los muslos y se frotaba conmigo a golpetazos.

Yo gritaba. "¡Ayuda!".

Eso decía mi boca mientras no me la tapaba. No sé si le insulté. Puede que sí. Mi pensamiento, sin embargo, iba por cuenta propia: "Así no, así no". ¡En aquel momento estaba preocupada por no perder mi virginidad de aquella manera! Casi podía intuir el trauma que eso me causaría, pataleaba y braceaba intentando empujarle, apartarle de mí. Quería recuperar el control sobre mi cuerpo y que se acabase aquella humillación. No lo conseguía, aunque al día siguiente me enteré de que en el forcejeo le había arañado la cara, no sé si con las uñas o con las llaves que llevaba en mi diestra y que no solté en ningún momento.

No sé cuánto tiempo pasé atrapada entre el gres y su cuerpo. Quizá fueron menos de cinco o diez minutos. Puede que 15. Fue eterno. Aún hoy recuerdo muchos detalles como si viera una película a cámara lenta.

Creo que se asustó o se hartó de la pelea. De repente, se puso de pie. Le vi mejor. Observé que, efectivamente, medía al menos 1,80, de piel clara, aunque estaba bastante rojo. Llevaba deportivas blancas, bermudas azul marino y una camiseta también azul, aunque algo más claro, con el logo de Port Aventura. En esas agarró el asa de mi pequeña bandolera. Ahí sí estuve rápida.

"Como se lo lleve sabrá cómo me llamo y dónde vivo".

Así que me aferré al bolso con fuerza. Y ya de pie, llorando y gritando sonidos —nada ininteligible, se me había desbaratado el vocabulario— el asa se rompió. Él se quedó con ella y yo con lo importante. Mi nombre y mi privacidad. Se cayó de culo y en su huida a trompicones hacia la calle, se chocó contra el cristal de la puerta. Allí dejó una gran marca de sudor con sus manos que después, por la mañana, la policía examinaría para tomar las huellas.

No me tenía en pie. Marqué el 10 y subí tirada en el suelo del ascensor. Timbre. No sé qué aspecto tenía cuando mi madre (¿quizá mi padre?) abrió la puerta. Lloraba.

"Me han intentado violar en el portal".

Eso dije, aunque no sé si con todas sus letras y palabras. Pero me entendieron. Si no me traiciona la memoria —a partir de este punto los recuerdos son confusos—, mi madre se subió al mismo ascensor que yo acababa de dejar vacío. No llevaba consigo más que su rabia.

"Si se lo encuentra, lo mata", reflexioné más tarde.

Lo siguiente que recuerdo es estar frente a un policía en la comisaría. Me habían dado una taza con agua, pero debido al temblor no logré sujetarla. Le conté esta historia. Describí al agresor. Mis padres no dudaron ni un segundo de que aquello había que denunciarlo, yo tampoco. Afortunadamente.

—Parecía polaco.

—Entonces, ¿le conoces?

—No, parecía. Pero no sé quién es.

No sé por qué lo dije. Resultó que lo era, pero eso no tiene importancia. Creo que fue mientras respondía al agente: de repente, como una punzada, sentí culpa. “Si hubiera cerrado la puerta tras de mí… Quizá quería que me pasara algo para llamar la atención. Si no hubiera ido con ropa tan ajustada… ¿Me había pasado con el maquillaje?”. Respuestas erróneas para tratar de explicar por qué me había ocurrido a mí.

Lo callamos durante un tiempo o eternamente porque siempre nos queda esa duda de si hicimos algo mal. La vergüenza. La primera mujer que me dijo que aquello era más normal de lo que yo creía fue la enfermera que me atendió en el hospital. “A mí también me pasó algo así, bonita. Piensa que esto solo ocurre una vez en la vida, y tú ya lo has pasado”. Por cruel que parezca, aquella frase me tranquilizó. A mí ya no me iba a tocar. Y no estaba sola. Alguien, no sé si ella, revisó mis heridas: me había clavado uno de mis anillos y mi mano sangraba un poco, además tenía marcadas las manazas del agresor en mi cuello. Dos calmantes y a casa a dormir.

Al día siguiente, llevé mi ropa sin lavar en una bolsa a la policía, como habían solicitado. No hicieron falta muchas más pesquisas, aquel domingo soleado ya habían encontrado a mi agresor. Le reconocí.

¿Estás segura?

Yo, desde la parte trasera del coche: “Sí, es él”.

Mi padre llamó al agente que interrogaba al chaval, que después supe que tenía 15 años, y le confirmó mi certeza. Era él, no tenía ninguna duda. Tampoco después, cuando me lo he cruzado por la calle.

"Menos mal que no te ha pasado nada grave".

Sé a lo que se refería mi madre con aquella frase, pero algo me había pasado. Algo que acordamos que solo contaría a mis amigas —como si fuera un secreto— para que, durante un tiempo, me acompañaran a casa por la noche.Sabía que más gente lo sabía, pero nunca hablaba de ello abiertamente. No sé si fue por decisión propia, pero lo sucedido se convirtió en algo que no debía contar, una experiencia vergonzante… ¿Algo de lo que sentirme responsable? Ni siquiera fui al juicio que desencadenó mi denuncia. Casualmente, la citación llegó tarde. Pero siempre he sospechado que mi padre y mi madre escondieron las notificaciones de correos para evitarme el mal trago. Lo que me perdí, según el comisario al cargo del caso, fue su confesión y condena a recibir tratamiento psicológico.

La vida en casa siguió como si no hubiera ocurrido. Borrón y cuenta nueva. No fue así para mí. Aún pido a los taxistas que esperen a que entre en mi casa (probablemente no soy la única que lo hace), miro hacia atrás constantemente si voy por alguna calle poco concurrida y si me cruzo con algún hombre (seguramente una bella persona) en tales circunstancias se me encogen los músculos del cuerpo.

Ya no tengo miedo, pero tampoco me siento una heroína ni más fuerte, como suelen decir algunas famosas cuando manifiestan públicamente las agresiones de las que han sido víctimas. Ojalá nunca me hubiera pasado. Ni le pasara a ninguna. Ojalá todos los hombres del mundo se sintieran iguales a las mujeres y no les pegaran, ni discriminasen ni violasen. Pero todavía uno de cada tres europeos justifica el abuso sexual en determinadas circunstancias, como que ella haya bebido o vaya vestida con ropa "sugerente". Hay mucho trabajo que hacer con ellos.

Miles de veces me he repetido que no fue mi culpa. No me dejé la puerta abierta adrede, ni iba demasiado provocativa, ni quería llamar la atención. No fue mi culpa, ni lo es de ninguna mujer a la que le pase algo parecido, o más grave (como se refería mi madre a la violación consumada). Y somos millones.

#ANA ALFAGEME, PERIODISTA


Nunca pensé en escribir esto. Hay tres momentos de mi vida que yacen sepultados en un rincón muy oscuro de mi cabeza. El más anestesiado. Pero a medida que transcurría el juicio de la manada y esa chica de 18 años se convertía en sospechosa por llevar una vida normal o no morder los penes que le metieron en la boca o no pegar a los cinco hombres que la metieron en un portal de Pamplona, despertó, entre la niebla de la memoria, un dolor que fue mutando en furia. Aumentaba el deseo de contar lo que me pasó a mí. Lo que nos pasa a todas. Concretamente, a una de cada tres mujeres. Y de contar también por qué no hice.

1983. Caminaba por una calle de Plaka, el barrio de Atenas que sube hacia la Acrópolis. Entonces no era una zona recomendable para que una veinteañera se aventurase sola al atardecer. Eso es lo que me contaban. Ya sabía cómo se las gastaban allí. Los hombres más tímidos te soltaban un piropo al pasar. Además de clavarte los ojos en las tetas. Los más agresivos te tocaban.

Por tanto, todo el mundo diría que la culpa la tuve yo. Al doblar una esquina, me topé con un tío, joven, con bigote. Es lo poco que recuerdo. Me dijo algo que no entendí. En la callejuela en la que entré no se veía un alma y el tipo no pasó de largo. Yo le miré de reojo mientras apresuraba el paso.

Sobre todo recuerdo el miedo. Un miedo helador a 35 grados centígrados.

Me agarró por la cintura y me aplastó contra la pared. Era poca cosa, pero tenía mucha fuerza. Respiraba fuerte y olía mal. Grité. Intenté moverme. Nada. Se separó un poco y se llevó la mano a la bragueta. No sé como pude, pero lancé una rodilla hacia arriba. Esta vez el que gritó fue él.

No he corrido nunca como ese día. Ni se me ocurrió denunciar. No se lo conté a nadie.


El hospital donde hacía prácticas (entonces estudiaba Medicina) era un nido de acosadores. A la hora del café, durante la comida, por los pasillos, los médicos varones insistían: "Vente a cenar conmigo" "Yo te enseño el templo de Poseidón"... Nos perseguían tanto a la italiana que compartía habitación conmigo como a mí.

En la consulta para hombres que pasábamos una médica residente y yo, entraban los pacientes y preguntaban por el doctor. Siempre. Tiene guasa, lo que veíamos sobre todo eran enfermos de venéreas y eso significaba que aquellos señores recios tendrían que dejarse explorar por dos mujeres. Un día, harta de desaires, la joven doctora contestó a un campesino: “Somos dos enfermeras y valemos por un médico, así que bájese los pantalones”.

Al año siguiente, recién licenciada, trabajé en un hospital de L’Aquila, cerca de Roma. Una ciudad medieval y amurallada colgada en los Apeninos. El restaurante donde comíamos los becados estaba en la plaza principal, en el punto más alto. Una noche bajaba yo sola después de cenar hacia el colegio mayor, situado extramuros. Oí voces masculinas llamándome. No me volví. Sentí el mismo miedo que un año atrás. Ese frío en verano.

La imagen que rescato es verme tumbada con un tío encima de mí en uno de esos gigantescos pasos de carruajes que dan entrada a los palazzos. No veía su cara. Intentaba bajarme el pantalón y me tapaba la boca. Yo no me moví.

Una calle desembocaba justo donde estaba el portal del palazzo. Las luces largas de un coche iluminaron la escena antes de girar. Mi agresor y sus amigos salieron corriendo.

Esta vez lo conté. Pero tampoco denuncié. Volví a sentirme responsable de caminar sola de noche. No terminé la beca. Me volví a España sufriendo una rara forma de vértigo de la que no se hallaron causas físicas. El suelo bailaba bajo mis pies como si acabase de bajar de un barco.

Muchos años después, como parte del preoperatorio de una intervención quirúrgica que no parecía banal fui a hacerme un electrocardiograma. El doctor era poco más joven que mi padre. Pero noté algo que me impulsó a explicarle profusamente que era colega suya e hija de médico.

Él hablaba poco. Mi intento no sirvió. Al tiempo que me quitaba los electrodos del torso desnudo (nunca me había sentido tan expuesta) me tocó.

Solo reaccioné cuando cerré la puerta de aquel anticuado y oscuro consultorio. ¿Por qué no le empujé?¿Por qué no había gritado? ¿Por qué no lo hacía ahora? Temblaba de rabia hacia mí, no hacia aquel inmundo colega que manoseaba a las mujeres que tenían que explorarse el corazón.

No denuncié a ese médico que, sí, esta vez tenía nombre y apellidos y pertenecía a un seguro privado. Cuando me calmé, me dije que no había nadie más en su consulta y que sería su palabra contra la mía. Y me preocupaba más la operación.

Cuando me puse a escribir, a derrumbar el muro y a revisar el dolor comprendí que mi silencio fue sinónimo de vergüenza, de culpabilidad o de negación, ya que esa es la forma más básica de enfrentar un trauma.

Contar ha sido un bálsamo, la llave a otra libertad. Quiero contribuir a hacer visible el lado más espantoso del machismo, y de una forma u otra, que mi testimonio sirva de espejo para ellas y de cuestionamiento para ellos a través de la empatía. Cuento esto porque ahora puedo hacerlo. Porque entiendo a todas las que, como yo, no denunciaron. Que se sintieron culpables. Por caminar solas de noche en un lugar extranjero. Por no resistirse. Por no reaccionar. Ellos son los únicos culpables. Sirva para que una sola mujer, en este momento, no se calle. O para que un hombre, aunque solo sea uno, se ponga en mi piel.

El feminismo, bendito feminismo, nos ha enseñado que en realidad esta historia es la de un hombre que vio una presa en mí en una calle oscura de Atenas, la de la pandilla de chavales que me fichó por extranjera, y la del médico que usaba su consulta para abusar de sus pacientes. Ellos son los únicos culpables.


Según un estudio de la Agencia Europea de Derechos Fundamentales (FRA) el 55% de las europeas han sido víctima de acoso sexual. O lo que es lo mismo, 102 millones mujeres, han tenido que soportar en algún momento de su vida besos, abrazos, tocamientos indeseados, comentarios sexualmente insinuantes, mensajes sexualmente explícitos o conductas exhibicionistas. Los datos además añaden que el acoso a una de cada 5 de estas mujeres se prolongó más de dos años o que solo un 4% denunció el incidente a la policía.


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